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Aunque en esa hipotética casa, es cierto, la sensación de vacío no desaparecería del todo. Sin dudas se trata de un resabio romántico, pero el libro en papel sigue siendo un objeto (su textura, su olor, el color y el diseño de las tapas) difícil de mejorar, bastante más amigable y cálido, y muchas veces incluso más bello que cualquier pantalla táctil. Punto, entonces, para el libro en papel. ¿Y qué pasa con los viajes? Acá no hay dudas: si uno tiene que tomarse un avión, punto para el libro electrónico, que en apenas unos cientos de gramos es capaz de contener bibliotecas enteras. Aunque si se trata de viajes cortos, en colectivo, subte o tren, lo cierto es que es más durable y menos arriesgado leer un libro impreso: si se cae no se rompe, si llueve se moja pero no se arruina, y no creo que nadie se desespere por robarnos. Punto para el libro en papel. (Aunque se trate de un punto discutible: parece que en Inglaterra los índices de lectura infantiles está cayendo porque a los chicos les da vergüenza leer libros en papel).
¿El precio? En muchos casos no hay diferencias significativas, pero en general son más baratas las descargas de archivos electrónicos, y los clásicos circulan de forma completamente gratuita: punto para el libro electrónico. ¿Y qué pasa con los préstamos? En este caso es igual: uno puede prestar un libro en papel como puede compartir un archivo digital con cualquiera. También juega a favor de los nuevos dispositivos de lectura el argumento ecológico; menos libros impresos significa menos bosques talados. Pero hay un punto más a favor del papel: todo el que tenga una biblioteca física podrá estar seguro de que los libros estarán, siempre, ahí donde se los dejó por última vez. No pueden decir lo mismo los dueños de libros electrónicos. Las empresas licenciatarias tienen acceso a todos los archivos contenidos en estos aparatos, y pueden manipularlos a su antojo, sin pedir permiso (además de intervenir las pantallas con publicidad no solicitada). Punto para el papel.
El libro en papel sigue siendo un objeto difícil de mejorar, bastante más amigable y cálido, y muchas veces incluso más bello que cualquier pantalla táctil
Pero hay un detalle fundamental que no había sido discutido hasta ahora (porque a nadie le resulta simpático pensar en la desaparición física), y es el de qué sucede con los librosdespués de la muerte. Todo empezó con un reclamo que le hiciera el actor Bruce Willis a Apple porque estaba pensando en legarle a sus hijos, después de muerto, la inmensa colección digital de música que venía comprando (cosa que el contrato en letra chica, al parecer, no permite). Y lo mismo sucedería con cualquier otro archivo electrónico: los libros, por caso. Amazon, uno de los mayores vendedores de libros electrónicos del mundo, explica: “salvo que se indique lo contrario, [el usuario] no podrá vender, alquilar, distribuir, emitir, otorgar sublicencias, ni de algún otro modo asignar ningún derecho sobre el Contenido Digital o parte del mismo a terceros”. Como se discutía ayer en el diario El País de España , al parecer “uno ya no compra cosas, sólo el derecho a usarlas”.
Es un debate que recién comienza, y que podría parecer ocioso en un contexto donde, según los índices de lectura oficiales , el 41 por ciento de la población no lee siquiera un libro al año. O donde la penetración de la lectura a través de sistemas digitales es casi inexistente . Pero tal vez sea un buen tema para pensar esta semana, cuando en la ciudad sucede la cuarta edición del Festival de Literatura de Buenos Aires (FILBA) . De lo que no quedan dudas es de que se trata de un punto a favor de los libros en papel: después de la muerte, la potencialidad de esos textos perdura, sigue estando ahí. En el mejor de los casos, esperando a que alguien se la dispute para volver a leerlos y disfrutarlos. Incluso para regalarlos, repartirlos, donarlos. En el peor, para que algún heredero ocioso pueda hacerse de algún dinero extra. No importa: quien los compre, de a uno o en lote, volverá a ponerlos en circulación. La discusión queda abierta.
Por Maximiliano Tomas | Artículo de l
a LA NACION